A aquella visita repentina, le siguieron unas cervezas. Después un par de Emails, la recomendación de una película y la promesa de que, quizás -en un futuro, algún día- podríamos verla juntos. Rachas de silencios interrumpidas por algún mensajito de teléfono y una llamada equivocada, que terminó a los 32 minutos.
16 interminables días en los que, en cada uno de sus correspondientes 23040 minutos no dejé de imaginar cómo podía pedirle una cita. O una cerveza, o cualquier pretexto que me permitiera volver a verlo, volver a estar cerca suya.
16 interminables días en los que, en cada uno de sus correspondientes 23040 minutos no dejé de imaginar cómo podía pedirle una cita. O una cerveza, o cualquier pretexto que me permitiera volver a verlo, volver a estar cerca suya.
En eso iba pensando, cuando un sábado por la tarde, me lo encontré al cruzar un semáforo de Gràcia.
- ¿Qué tal sigues? ¿duele eso ya? Venga, súbete, que te invito a una cerveza.
¿Asi de facil era?
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